domingo, 20 de noviembre de 2011

Escochando...

También fue de la mano de la Benita como, pasito a pasito, fue saliendo madre de casa...Tampoco tenía que llegarse hasta Baiona, pero nadie nos iba a traer el pan a la mesa.
Empezó como calquiera se enfrenta a un nuevo camino: con miedo o con respeto...con ese estrujar del estómago, de no saber donde se pisa. Allí se vio un buen día. Al calor de las de siempre. Con las que aprendiera a caminar y después a cocinar...Eran su todo, sin que lo hubiera sabido hasta entonces. 
Aprendería a escochar la sardina...
Los ojos fijos sin un pestañeo en las manos de la Benita. No fuera a ser que se le escapara algún movimiento que le arruinara la faena. Descubrió que eran unas manos fabulosas. Gordechas y curtidas. Orgullosas de muchos días de fríos y de trabajos. Enrojecidas e ignorantes de sabañones y cortes...A madre, sin saber porqué, viendo las manos de la Benita, se le escapaba la cabeza a mucho tiempo atrás, cuando siendo niña, perseguía en el agua los pequeños cangrejos, que nunca conseguía alcanzar... Tenían que dolerle por necesidad. Sin embargo, no lo parecía. Tampoco al resto. Los primeros días, creyó que nunca iba a ser capaz de aprender...Por más que se fijaba, no alcanzaba la sencillez de los movimientos que veía en las del resto. Cada tres pescados que le llegaban, uno lo dejaba desecho. Entonces le gustaría echarse a llorar. Pero se aguantaba. ¡Y cómo se aguantaba! Apretaba dientes, y se echaba uno nuevo al mandil y a las manos...A ella si le dolían...Sus manos del amanecer, resistiéndose a despertar, y mucho menos a obedecer...Y al frío, quería conseguir su misma delicadeza, para con los cuerpitos que se querían escapar entre los dedos...Había de sacarles las cabezas primero...Así, con mucho cuidado, que si apretaba de más, ya solo quedaba un desperdicio...y una vez conseguido esto, sacarle con la uña la tripa. Y habría conseguido su pequeño triunfo. Por dentro se sentía orgullosa...Y entonces, la siguiente. 
Pasiño a pasiño...igual como se anda la vida. Venga apretar los dientes. Venga que no vale de nada pensar, siquiera dejarle ese hueco al dolor...
Y entonces llegó un día que no hubo de desperdiciar apenas ningún pescado. Los que había limpiado ella habían ido directos al lagar de la sal...Y si en su momento se lo hubieran dicho, no lo hubiera creído, pero aquel día fue feliz...
Al día siguiente, con su banco de madera como el resto, bajo el brazo...también a ella la acompañaba, con el frío, y los dolores que no compartían, la sonrisa de llegarse a hacer el jornal...Le gustaba sentirse al fin una parte de aquel mundo suyo.

domingo, 13 de noviembre de 2011

La Paletilla...

Hay quien no entiende las cosas de los muertos. Pero son bien fáciles de entender. Mira lo de mi padre. Nadie marcha dejando las cosas a medio hacer...al menos siendo persona, como él era.
Cuando la trainera de mi padre no volvió, todas aquellas mujeres sabían que no era propio de él dejarnos así, sin más, sin mandar ni siquiera un recado. No es que se lo fueran a decir a ella. Bastante pena se le veía a mi madre, como para darle más en qué pensar. Pero lo cierto es que se esperaba. Y esas cosas que ocurren con los muertos, no hace falta que se cuenten para que se acaben por saber.
De hecho, se esperaba aún más de Pura a Vella, que para esas cosas siempre había sido un poco distinta. Y no era la primera vez, sin necesidad de que se le preguntara, que sabía ella con solo mirar así, de corrido, el mal que tenía la gente. Claro, que no lo decía si no se le preguntaba, que hay cosas no se hacen. 
Lo malo fue que también ella lo esperaba. Y a fuerza de llamarlo y de que él no contestara, debió de ser que acabo mala. Y es que los muertos no vienen por mucho que uno quiera. Nos visitan cuando es hora y creen ellos que tienen algo que decir.
Pensaba mi pobre madre, que para que le había de servir haber visto tantas veces como arreglar a la gente. Porque cuando a ella le dio el mal, si no se lo llegan a decir, así a la cara, poco tardábamos en ir detrás mi padre, ella y yo. Empezó que si un día le dolía el brazo, que al otro día era el dolor en el otro codo...así hasta que le llegó a doler tanto el cuerpo, que en menos de un mes, ya no podía levantarse de la cama. Dice que se le ponía una cosa así en el pecho, que le dolía el respirar...que tenía que hacerlo a los poquitos.
Tuvo que venir por casa la Benita, la mujer del Xaquín, cansada de ver a mis hermanos, vagando sin tino, en la calle, igual que perrillos sin amo. Mal comidos y sin lavar, un día detrás de otro, así muchos días. Que se le ponía una cosa a ella en la tripa, que si no venía, reventaba. Ya quedarían sin hablarse nunca más, pero sería después.
Yo no digo que fuera la Benita, que también en eso se parecía mucho a mi madre, pero el cuento que yo se, es que desde que ella empezó a venir, con su oracioncita que sacaba del pecho, sentada cada noche en la cabecera de la cama...fue cuando empezó mi madre a revivir...Eso es lo que nosotros vivimos. 
Que lo de la misa aún fue después.
Y la cosa es que recuperó, entre calditos y oraciones, los cuidados de la Benita y las risas sabrosas de sus niños...
Para cuando entró en la casa aquella sombra larga y negra, que era la figura de Don Serafín, para ayudar a mi madre, ya mi madre no precisaba de ayuda. Aunque para conseguir que su asedio cesara, concedió mi madre que se pagaran unas misas por el alma de mi padre. Que ya se vería ella de donde sacar los cuartos. La cosa era que aquella presencia, no entrara más en la casa. Al traspasar él la puerta, quedaba dentro el aire frío y la humedad que traía en su sotana, dejando a todos paralizados por el miedo que inspiraba.
Y fue volviendo de una misa, que mi madre al subir la cuesta hacia la casa, se paró en seco. Estaba a la puerta de casa. Con la ropa del domingo, y el cigarrillo en la boca. Fue por el olor del tabaco, que ella le alcanzó a ver antes de que le llegara la vista. Apretó con tanta fuerza la mano de Manoel, que llegó a hacerle daño. 
Pero no pudo hablarle nada, porque al poco de estar a su lado, no quedaba de él más que la tibieza que su cuerpo un día había tenido, y ese resto amargo del tabaco, que quedaba siempre detrás de él, cuando abandonaba una estancia.

sábado, 5 de noviembre de 2011

Primeros años...

De aquellos años primeros, tan lejos ya de nuestras vidas, se entremezclan en un batiburrillo muy difícil de ordenar imágenes nítidas con otras más o menos desdibujadas. Recuerdos que no quisiera olvidar, con otros que no se si he vivido. Porque no es cierto que tengamos una sola vida, tenemos más. Con suerte, muchas. Yo he vivido la vida de mis hermanos como si fuera la propia. He llorado sus dolores, y sufrido sus heridas. Como pago, también he gozado de sus alegrías...¿Como no iba entonces a guardar alguno de sus recuerdos? 
De los pequeños tesoros compartidos, guardo el tacto constante y seguro de la mano de Raúl, siempre fría, agarrando firme la mía, hasta que a fuerza de no despegarse, parecían ir a fundirse en el sudor común. Su presencia siempre cercana. Muchas veces aún sin saber que estaba, como escudo inexpugnable. Custodio generoso de cualquier mal que pudiéramos sufrir.  Cuando en cualquier oportunidad que tenía de ganarse un patacón se acercara a algún recado, no le daban los pies para llegarse de vuelta. Respiraba al comprobar que no nos habían sucedido daño irreparable alguno. Y si algún accidente sufrí en sus ausencias, bien sabe dios que fue muy a pesar del Manoel. Que si bien es cierto que disfrutaba durante aquellos ratos de autoridad, sin poder disimular su satisfacción, también es verdad que la sola mirada de reproche de Raúl, podía tenerlo sufriendo hasta que llegara la absolución o el olvido. Aunque esto último tardaba bastante más.
Ejercía aquella tiranía Manoel manteniéndome en una especie de asfixia, abrazándome por el cuello sin soltarme ni un minuto, mientras con la otra mano, y a fuerza de capones y tirones de la ropa, martirizaba al pobre Pepiño. Siempre con alguna idea peregrina cruzándole esa cabeza suya de traste. En la imposibilidad de moverse del escalón de la calle, la mirada implorando la llegada que le salvara de aquella pena, para dejarle al menos salir a perseguir algún gato. 
autor: Ruth Matilde Anderson
Aunque esto ya sucedía después. 
Los primeros días de mis días, los viví cobijada en un pequeño carretillo. En él mi madre apañó para que no echara de menos ni un colchón ni el calor. Antes del amanecer, cuando ya ella tenía que estar de camino hacia la playa, y una vez me había amamantado ya, me dejaba amparada entre los catres de mis hermanos compartiendo sueños y calor. Para cuando yo los despertara, solo tendrían que levantarse, y con el carretillo, al galope, llevarme donde mi madre, que pudiera alimentarme de nuevo, coincidiendo casi siempre con las primeras luces del día.
Que mi madre consiguiera aquel trabajo nada tenía que ver con la suerte. La suerte, como el pan o la honra, hay que trabajarla y ganarla cada día.

Nuestro padre, como tantos de sus compañeros, desde niño tuvo que aprender lo que era ganarse el pan. Y cuando hubo para él, nadie que estuviera a su alrededor había de aguantarse la tripa vacía. Como regla oro, de igual manera se repartía la generosidad de la mar, que se sabía apechugar cuando lo único que había era escasez. Y conociendo a quien pasaba necesidad, no había de pedirlo para que se le llevara a compartir sudores y miedos, mareas y coda.

No tuvo la ocasión de escucharle el adiós a mi madre en vida. Superstición. Pero tampoco había ese pequeño sitio donde dejar vivir el miedo. Estaría, no digo yo que no. Pero a fuerza de tenerlo siempre delante... 
A mi madre no le quedó el pobre consuelo de besarle o abrazarle, aunque fuera a su cuerpo y su frío después de que su alma hubiera sido llevada a fundirse con el mar. 
Ahora ya poco o nada me importa ser creída, porque ¿quien mejor que yo va a saber de mi verdad? La compañía de mi padre siempre estuvo conmigo. Sin llamarlo. Sin forzarlo. Sin necesidad de que yo le pensara. Y las veces que creí que apenas me quedaba alguna, su fuerza me dio fuerza. Desde el frío del mar en el que yace, su cariño ha amparado siempre mi alma, y muchas veces sentí como su calor me amparaba. Igual que mi amor lo sustentaba. Estuviera donde estuviera, le llegaba.