sábado, 5 de noviembre de 2011

Primeros años...

De aquellos años primeros, tan lejos ya de nuestras vidas, se entremezclan en un batiburrillo muy difícil de ordenar imágenes nítidas con otras más o menos desdibujadas. Recuerdos que no quisiera olvidar, con otros que no se si he vivido. Porque no es cierto que tengamos una sola vida, tenemos más. Con suerte, muchas. Yo he vivido la vida de mis hermanos como si fuera la propia. He llorado sus dolores, y sufrido sus heridas. Como pago, también he gozado de sus alegrías...¿Como no iba entonces a guardar alguno de sus recuerdos? 
De los pequeños tesoros compartidos, guardo el tacto constante y seguro de la mano de Raúl, siempre fría, agarrando firme la mía, hasta que a fuerza de no despegarse, parecían ir a fundirse en el sudor común. Su presencia siempre cercana. Muchas veces aún sin saber que estaba, como escudo inexpugnable. Custodio generoso de cualquier mal que pudiéramos sufrir.  Cuando en cualquier oportunidad que tenía de ganarse un patacón se acercara a algún recado, no le daban los pies para llegarse de vuelta. Respiraba al comprobar que no nos habían sucedido daño irreparable alguno. Y si algún accidente sufrí en sus ausencias, bien sabe dios que fue muy a pesar del Manoel. Que si bien es cierto que disfrutaba durante aquellos ratos de autoridad, sin poder disimular su satisfacción, también es verdad que la sola mirada de reproche de Raúl, podía tenerlo sufriendo hasta que llegara la absolución o el olvido. Aunque esto último tardaba bastante más.
Ejercía aquella tiranía Manoel manteniéndome en una especie de asfixia, abrazándome por el cuello sin soltarme ni un minuto, mientras con la otra mano, y a fuerza de capones y tirones de la ropa, martirizaba al pobre Pepiño. Siempre con alguna idea peregrina cruzándole esa cabeza suya de traste. En la imposibilidad de moverse del escalón de la calle, la mirada implorando la llegada que le salvara de aquella pena, para dejarle al menos salir a perseguir algún gato. 
autor: Ruth Matilde Anderson
Aunque esto ya sucedía después. 
Los primeros días de mis días, los viví cobijada en un pequeño carretillo. En él mi madre apañó para que no echara de menos ni un colchón ni el calor. Antes del amanecer, cuando ya ella tenía que estar de camino hacia la playa, y una vez me había amamantado ya, me dejaba amparada entre los catres de mis hermanos compartiendo sueños y calor. Para cuando yo los despertara, solo tendrían que levantarse, y con el carretillo, al galope, llevarme donde mi madre, que pudiera alimentarme de nuevo, coincidiendo casi siempre con las primeras luces del día.
Que mi madre consiguiera aquel trabajo nada tenía que ver con la suerte. La suerte, como el pan o la honra, hay que trabajarla y ganarla cada día.

Nuestro padre, como tantos de sus compañeros, desde niño tuvo que aprender lo que era ganarse el pan. Y cuando hubo para él, nadie que estuviera a su alrededor había de aguantarse la tripa vacía. Como regla oro, de igual manera se repartía la generosidad de la mar, que se sabía apechugar cuando lo único que había era escasez. Y conociendo a quien pasaba necesidad, no había de pedirlo para que se le llevara a compartir sudores y miedos, mareas y coda.

No tuvo la ocasión de escucharle el adiós a mi madre en vida. Superstición. Pero tampoco había ese pequeño sitio donde dejar vivir el miedo. Estaría, no digo yo que no. Pero a fuerza de tenerlo siempre delante... 
A mi madre no le quedó el pobre consuelo de besarle o abrazarle, aunque fuera a su cuerpo y su frío después de que su alma hubiera sido llevada a fundirse con el mar. 
Ahora ya poco o nada me importa ser creída, porque ¿quien mejor que yo va a saber de mi verdad? La compañía de mi padre siempre estuvo conmigo. Sin llamarlo. Sin forzarlo. Sin necesidad de que yo le pensara. Y las veces que creí que apenas me quedaba alguna, su fuerza me dio fuerza. Desde el frío del mar en el que yace, su cariño ha amparado siempre mi alma, y muchas veces sentí como su calor me amparaba. Igual que mi amor lo sustentaba. Estuviera donde estuviera, le llegaba.

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