viernes, 9 de septiembre de 2011

Todo lo que yo soy, mi vida y mi persona son parte del mar, igual que el mar es parte de mí. Lo que no ha sido nunca gratuito. Por no ser, ni siquiera es barato. Bien lo sabemos tantos de nosotros…Cuantos han pagado con días de espera, y desesperación, con lutos, con noches de llanto o miedo. ¡Como si todo eso fuera a importar! Como si de un hijo se tratara, de algo se lleva en las entrañas, no es posible renegar. Sería innoble…
Mis primeros y mejores recuerdos han sido bañados por el mar, cuando al amparo del calor de mi madre, el olor de su pecho se confundía con el que traía el viento del norte. Fue el primer sitio al que quise llegar cuando aprendí a caminar, fue a él, para a robarle ese puñado de espuma, imaginando que las nubes habían bajado del cielo para jugar con las olas…
El mar nos robó tantas vidas que no se pueden contar, pero tantas otras veces nos reconfortó y meciéndonos nos dio consuelo. Es la madre que con una mano alimenta mientras que con la otra, devora a sus hijos. 

Permanece engarzado en mi memoria, en lo más profundo - por lejano y por indeleble- , la imagen de las mujeres llegándose igual que bandadas de gaviotas negras dispuestas a poblar la orilla de la playa del Berbés, siendo aún noche cerrada. Después la primera luz les apremiaba que comenzaran su día. Dispuestas y cargadas como bestias, los pies descalzos y por adorno las cabezas, las patelas, el pescado para vender. Mientras para todas ellas comenzaba aquella jornada sin resuello. Ellos doblaban jornada. Primero descarga, secado de redes, limpieza del barco. Liturgia diaria sin principio ni fin, y que en su rutina no llegamos siquiera a pensar, que no era aquel trabajo para simples hombres. Desde los diez años que ya se podía ser un hombre de mar.





Pequeños racimos en curiosa coreografía, por familias, cargaban las patelas para subir por la calle adoquinada, colina arriba hasta llegar a la Plaza de la Pescadería, la misma a la que ahora le llaman de la Princesa. ¿Quien sería aquella Princesa que mereció una vida eterna en la Plaza de la Pescadería?…

Incluso entre aquellas mujeres que eran pobres, las podía haber aún más pobres, aquella casta de mujeres, as carrexonas, que para ganarse un patacón, habían de ser verdaderas mulas de carga, vendiendo una fuerza seguramente inventada, y que aprovechando las traviesas del tranvía, recorrían la beiramar desde una punta a la otra. Siempre de negro. Siempre exhaustas. Siempre inagotables. 
Fueron tiempos en blanco y negro, pero no grises. Para nosotros pequeños poseedores de un universo infinito con solo atravesar el portal, cada mañana amanecía con la expectativa de aventuras y sorpresas. No éramos quienes de ver tanta cosa que nos faltaba, de tan felices que éramos de todo lo que teníamos. Para entonces yo contaba con 6 años, siempre a rastras de mi hermano mayor el Raúl, como mis otros dos hermanos también mayores, el Manoel y el Pepiño. Mientras la única excusa que encontraba mi madre para frenar las ganas de Raúl de salir al mar a ganar algo para ayudar, era que no había quien se cuidara de mí. Así que sin saberlo yo, ni mucho menos pretenderlo, era la causa de la frustración del hombre de nuestra casa, que por entonces contaba ya con 11 años. Y que no pudo salir al mar hasta haber cumplido los trece años.




Fotos de Ruth Mathilde Anderson

1 comentario:

  1. Mi abuela hablaba de las carrexonas (hacía años que no escuchaba esa palabra), también cuando algo no le parecía bueno, decía que "non valía un pataco".
    Me gusta mucho la entrada, me trae a la memoría muchas cosas que tenía guardadas en lo más profundo.
    Espero más capítulos.

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